jueves, 28 de febrero de 2013

Sueño plumoso


Siempre quise ser un ave. Las aves  vuelan a donde quieran  y con quien quieran.  Cuando era pequeño, me  acostaba en  un  pequeño monte que tenía mi abuela  en la casa  del campo, podía estar ahí horas con la esperanza de que un ave apareciera. Había de todos los tipos; de un solo color, con las alas grandes, aves pequeñas, aves solitarias y aves pasajeras que de vez en cuando aparecían para mostrarse.

Las aves tienen su ritual, vuelan en círculo, vuelan alto, vuelan bajo y observan  desde el cielo  todo lo que ocurre debajo de ellas.  Mi abuela me decía que las aves eran las que conocían los rincones más intrépidos de nuestro planeta  y eso era lo que más amaba de ellas. Me gustaba pensar  cómo sería tener tu propio escondite, cuando quisieras o lo necesitaras, te irías volando hacía él y saldrías cuando quisieras.  También me gustaba fantasear con tener alas y volar lo más alto que pudiera alcanzar para sentirme libre y no porque tenía la necesidad de hacerlo, si no porque quería sentirlo.
Cerré los ojos y me imagine que era un ave,  comencé a mover mis alas con timidez, pero sentía que no me elevaba, traspasé las sensaciones que la tierra húmeda les daba a mis patas y me expulsé con fuerza mientras aleteaba con seguridad. Vi como el suelo parecía estar más alejado y comencé a sentir una adrenalina placentera que invadía mi cuerpo plumoso.

En poco tiempo pude coordinar mis alas y mezclarlas  con el viento que chocaba contra mi rostro, volé en círculo, volé alto, volé bajo y observaba todo lo que ocurría debajo de mí.  Me posé en la rama de un árbol para descansar de mi gran travesía, sentía como el corazón me latía fuerte y las alas volvían a pedirme que las extendiera para volar.
Me propuse encontrar mi escondite especial, éste tenía que tener características muy peculiares pero también muy estrictas, no me tenía que dar  frío ni calor, tenía que ser acolchado y  me  tenía que asegurar de que nadie podría verme.  

Volé y volé, estuve en muchos lugares, pero nada me hacía sentir como un escondite. Regresé desolado a la casa del campo de mi abuela, mis alas ya estaban cansadas de tanto volar, sin darme cuenta había viajado años buscando el lugar perfecto. Me posé en la ventana de la cocina, donde llegaban los rayos del sol y una mano dulce de una anciana me brindaba migas de pan  para comer, las acepté con gusto. Así pasaron los días, posado en la ventana y comiendo migas de pan, se me había olvidado que tenía alas y que era un ave.
Un día en la ventana, vi aves volar sobre mí y esa sensación volvió. Abrí mis alas tímidamente y comencé a volar, esta vez sin buscar mi escondite, solo por placer.

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