Siempre quise ser un ave. Las
aves vuelan a donde quieran y con quien quieran. Cuando era pequeño, me acostaba en
un pequeño monte que tenía mi
abuela en la casa del campo, podía estar ahí horas con la
esperanza de que un ave apareciera. Había de todos los tipos; de un solo color,
con las alas grandes, aves pequeñas, aves solitarias y aves pasajeras que de
vez en cuando aparecían para mostrarse.
Las aves tienen su ritual, vuelan
en círculo, vuelan alto, vuelan bajo y observan
desde el cielo todo lo que ocurre
debajo de ellas. Mi abuela me decía que
las aves eran las que conocían los rincones más intrépidos de nuestro planeta y eso era lo que más amaba de ellas. Me
gustaba pensar cómo sería tener tu
propio escondite, cuando quisieras o lo necesitaras, te irías volando hacía él
y saldrías cuando quisieras. También me
gustaba fantasear con tener alas y volar lo más alto que pudiera alcanzar para
sentirme libre y no porque tenía la necesidad de hacerlo, si no porque quería
sentirlo.
Cerré los ojos y me imagine que
era un ave, comencé a mover mis alas con
timidez, pero sentía que no me elevaba, traspasé las sensaciones que la tierra
húmeda les daba a mis patas y me expulsé con fuerza mientras aleteaba con
seguridad. Vi como el suelo parecía estar más alejado y comencé a sentir una
adrenalina placentera que invadía mi cuerpo plumoso.
En poco tiempo pude coordinar mis
alas y mezclarlas con el viento que
chocaba contra mi rostro, volé en círculo, volé alto, volé bajo y observaba
todo lo que ocurría debajo de mí. Me
posé en la rama de un árbol para descansar de mi gran travesía, sentía como el
corazón me latía fuerte y las alas volvían a pedirme que las extendiera para
volar.
Me propuse encontrar mi escondite
especial, éste tenía que tener características muy peculiares pero también muy
estrictas, no me tenía que dar frío ni
calor, tenía que ser acolchado y me tenía que asegurar de que nadie podría verme.
Volé y volé, estuve en muchos
lugares, pero nada me hacía sentir como un escondite. Regresé desolado a la
casa del campo de mi abuela, mis alas ya estaban cansadas de tanto volar, sin
darme cuenta había viajado años buscando el lugar perfecto. Me posé en la
ventana de la cocina, donde llegaban los rayos del sol y una mano dulce de una
anciana me brindaba migas de pan para
comer, las acepté con gusto. Así pasaron los días, posado en la ventana y
comiendo migas de pan, se me había olvidado que tenía alas y que era un ave.
Un día en la ventana, vi aves
volar sobre mí y esa sensación volvió. Abrí mis alas tímidamente y comencé a
volar, esta vez sin buscar mi escondite, solo por placer.